Ese día el mar estaba más turquesa que nunca, las arenas blancas de Palm Beach y unos cócteles de la barra del hotel fueron preparándonos para la maravillosa experiencia que íbamos a vivir.
Caminamos hacia al muelle, así, descalzos, como estábamos de todo el día, en donde nos esperaba un catamarán. No había mucha gente. Salimos casi sin tiempos mar adentro, maravillados por la quietud, sin olas. Fuimos alejándonos de la costa, mirando como “el mundo real” se hacía pequeño y todo cabía en nuestras manos.
La tripulación del barco animaba con música caribeña la navegación y los Aruba Ariba volaban en los vasos de plástico. Algunos hasta se animaban a unos pasos de baile y el océano nos mostraba su cara más hermosa.
Los colores eran una amalgama de sentidos y el sol se preparaba para el descanso, lentamente, para que las retinas de nuestra alma se llenen y disfruten de ese momento único. Nos abrazamos (sí, era romántico también) y el sol nos avisaba que estaba presumiendo en las cámaras de fotos su mejor pose.
En un paseo que se suponía de 2 horas, nos encontramos como en un principio sin ciencia, no había tiempos. Las estrellas nos decían hola y el “mundo real” volvió a su normalidad.
Aruba nos seguía sorprendiendo, ese lugarcito que elegimos después de una primera opción de viaje fallida (y que se dio sin mucho debate) y ese atardecer tan bello, todavía nos encuentra sin palabras para contarlo…